Las lecturas bíblicas que nos propone la liturgia de hoy se centran en torno al concepto de la Sabiduría cristiana que cada uno de nosotros está invitado a adquirir y profundizar. Por esto el versículo del salmo 89 dice: “Danos, Señor, la Sabiduría del corazón. Sin ella, ¿cómo sería posible plantear dignamente nuestra vida, afrontar sus muchas dificultades y conservar una actitud profunda de paz y serenidad interior? Para hacer eso es necesaria la humildad, es decir, el sentido auténtico de los propios límites, unido al deseo intenso de un don de lo alto, que nos enriquezca desde dentro. El hombre de hoy encuentra arduo abrazar y entender todas las leyes que regulan el universo material, que también son objeto de observación científica; y se atreve a legislar con seguridad sobre las cosas del espíritu, que por definición escapan a los datos físicos: “Si apenas adivinamos lo que hay sobre la tierra y con fatiga hallamos lo que está a nuestro alcance; ¿quién, entonces, ha rastreado lo que está en los cielos? ¿Quién habría conocido tu voluntad, si tú no le hubieses dado la Sabiduría y no le hubieses enviado de lo alto tu espíritu santo?” (Sab 9,16-17).

Aquí se configura la importancia de ser verdaderos discípulos de Cristo porque, mediante el bautismo, Él se ha convertido en nuestra sabiduría (cfr. 1 Cor 1,30) y -por lo mismo- la medida de todo lo que forma el tejido concreto de nuestra vida. El Evangelio pone en evidencia que Jesucristo es necesariamente el centro de nuestra existencia.

La familia es el primer ambiente vital que encuentra el hombre al venir al mundo, y su experiencia es decisiva para siempre. Es importante cuidarla y protegerla, para que pueda realizar las tareas específicas que le son reconocidas y confiadas por la naturaleza y por la revelación cristiana. Es el lugar del amor y de la vida.

En segundo lugar, la Iglesia dedica sus atenciones más solícitas a los problemas del trabajo y de los trabajadores. El Concilio Vaticano II ha afirmado que el trabajo “procede inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su voluntad” (Gaudium et Spes 67). Jamás será lícito, desde un punto de vista cristiano, someter a la persona humana ni a un individuo ni a un sistema, de modo que se la convierta en mero instrumento de producción. En cambio, siempre es considerada superior a todo provecho y a toda ideología; jamás al revés.

Fuente S Juan Pablo II